viernes, 17 de febrero de 2017


EL SILENCIO ES ALUD

Piglia entrevistado por Alan Pauls: “porque yo me he dado cuenta de algo, digamos, escribiendo esos textos ¿no? porque yo durante una época pensé que la locura tenía que ver con el silencio, y ahora me doy cuenta que la locura es decirlo todo. Eso es lo imposible, lo insoportable, lo, lo que pone la relación con el lenguaje en un punto muy extraño ¿no? el loco es el que dice lo que los demás no dicen, lo que no se atreven a decir, lo que no pueden decir por convención, etcétera ¿no?

Martín Kohan (que fue alumno y es lector de Piglia, y que cada vez que tenía clase con él quedaba con tal excitación intelectual que no podía dormir) escribió un libro hermoso buscando la educación sentimental, el modo del amor que nos proponen los boleros y los tangos, educación de la que todos aprendemos aunque no nos demos cuenta (y es el modo más eficaz del aprendizaje, qué va). Se llama “Ojos brujos. Fábulas de amor en la cultura de masas” y piensa en los sujetos que han sido abandonados por la mujer amada, y que le siguen hablando en esas canciones, aunque ella se haya ido, o mandan al viento o a Dios para que le den el mensaje (“mujer, si puedes tú con Dios hablar”), pero le hablan. “Lo que cuenta entonces es hablar (en el mismo sentido en que Barthes, analizando las figuras del discurso amoroso, sostenía que lo que el enamorado no tolera es la falta de respuesta de la amada, porque soporta verse rechazado como sujeto amante, pero no soporta verse rechazado como sujeto hablante)”.

Me descubro pensando que la locura puede tener que ver con el silencio: a veces el silencio de quien habla y en un momento renuncia a la palabra, y a veces el silencio del otro, que es quien escucha y decide no responder. Pero la locura, en este último caso, toma a quien se queda hablando, y no al que calla y no responde. Si yo le hablo a un otro que no me responde, mientras más le hable más fuera de lo que pasa voy a estar. Más alejado de la posibilidad de un vínculo con ese otro. Podría, dado el caso, dirigir mi palabra a otro otro, y ya no a quien no me responde.


Si yo dejara de hablar y de escribir es probable que sienta que no me falta nada. Si un día me ven así, recuérdenme que es nuestra falta, nuestra finitud, nuestra conciencia de que vamos a morir lo que nos mueve, lo que nos hace andar. Díganme que hable y recítenme a Atahualpa: “Le tengo rabia al silencio/ por lo mucho que perdí, / que no se quede callado/ quien quiera vivir feliz”. Y, si no es mucho pedir, denme un abrazo.



lunes, 13 de febrero de 2017


Leo en La Nación un texto de Gabriel Caldirola sobre el libro El fantasma de un nombre: Monteleone desarrolla la idea de que toda escritura es, finalmente, testamentaria, y que escribir es ocupar el lugar de un muerto, asumir el fantasma de un nombre. Es un libro de Jorge Monteleone sobre poesía. La frase anterior habla, entre otras cosas, de la escritura de Gelman sobre el hijo desaparecido en la dictadura: la desaparición de su hijo lo llevará a crear una suerte de lengua propia para nombrar una ausencia innombrable. Me acordé de un poema que Gelman puso en Hoy y se llama XXXII:

  ¿La naturaleza expulsa cualquier remedio de tu pérdida? ¿Aplazo el acto de enterrarte, aunque llevé lo que de vos quedaba junto al descanso de mis padres? Tu sombra cuida mensajes sin reloj. La memoria tiene pastos que siempre te comés y pañales que no sé cambiar. El eslabón más duro te une al que te visita y está cruz y fijado.


Si algo está, ¿para qué lo escribiríamos? Escribir es la ausencia. Pero también pregunto si algo puede estar fuera del lenguaje. Eso pone a la escritura, en parte, como la hacedora de lo que está, y en el mismo movimiento evidencia la ausencia de eso que hace aparecer porque no está. Pero lo que aparece no es quizá lo que no estaba, sino su ausencia. 



jueves, 9 de febrero de 2017


Hoy leí dos fragmentos en los que se habla de lo que alguien considerado poeta produce en el otro. Claro que el asunto habla de la inventísima imaginería en la mente de cada quien para suponerle cosas al otro. Pero eso no le quita placer al hallazgo, en un par de horas, de los dos fragmentos:

Otra costumbre de la tribu son los poetas. A un hombre se le ocurre ordenar seis o siete palabras, por lo general enigmáticas. No puede contenerse y las dice a gritos, de pie, en el centro de un círculo que forman, tendidos en la tierra, los hechiceros y la plebe. Si el poema no excita, no pasa nada; si las palabras del poeta los sobrecogen, todos se apartan de él, en silencio, bajo el mandato de un horror sagrado (under a holy dread). Sienten que lo ha tocado el espíritu; nadie hablará con él ni lo mirará, ni siquiera su madre. Ya no es un hombre sino un dios y cualquiera puede matarlo. El poeta, si puede, busca refugio en los arenales del Norte”. (Jorge L. Borges, en “El informe de Brodie”).

El otro pertenece a Sarmiento, está en “Facundo”, y habla del poeta Echeverría y los gauchos:

El joven Echeverría residió algunos meses en la campaña, en 1840, y la fama de sus versos sobre la pampa le había precedido ya: los gauchos lo rodeaban con respeto y afición, y cuando un recién venido mostraba señales de desdén hacia el cajetilla, alguno le insinuaba al oído: ´Es poeta´, y toda prevención hostil cesaba al oír este título privilegiado”.


No buscaba esto. Lo encontré. 



domingo, 5 de febrero de 2017

EL AMOR NO COMO HUIDA SINO COMO LLEGADA AL MUNDO, COMO FORMA DE CONOCERLO (TOY LEYENDO UNA NOVELA DE ANDRÉS NEUMAN)

Es una novela. La estoy leyendo todavía porque no es breve y yo soy de lecturas cortas y repetidas. Neuman, Andrés el que la escribió. Ganó un premio la novela. Diría que el hecho no me importa porque lo importante es la literatura y no las instituciones que imponen, bajo ciertos intereses, unos libros sobre otros, pero estaría mintiendo. Neuman vivió hasta los trece, más o menos, en Argentina. Con su familia se fue a vivir a España y ahí terminó sus estudios secundarios y estudió letras y dio clases en una universidad. Después le pareció que trabajaba mucho y ganaba poco y que lo académico le reprimía su mundo creativo que pasa por otro trato con el lenguaje, no bien visto en una cátedra. Renunció y se dedicó a la literatura. Si uno mira las entrevistas en YouTube nota que cuando lo entrevista alguien de España, habla como español y, cuando lo entrevista alguien de Argentina o Sudamérica, habla como argentino. El hecho me parece tan divertido que me divierte. Pero eso que él hace en el habla, también, y más pretenciosa y notoriamente, lo logra en la escritura. Tiene un decir políglota y cantarín. Él cuenta que es hijo de músicos y que a pesar de sus intentos nunca logró tocar un instrumento. Si pensamos la lengua como un instrumento musical, podemos decir que Neuman heredó genes, que es un instrumentista habilidoso, prolífico, sorprendente. Que suena bien y hondo. Y también divierte y hasta produce diversión. Esta novela que leo se llama “El viajero del siglo”. No se las voy a contar, léanla. La pareja principal son una tipa y un tipo que se desean el cuerpo y la palabra. Ella es rica, casi rebelde, inteligente, lectora aguda, carnal. Él viaja todo el tiempo, no hace raíz en nada más que en partir. Lee mucho. Mucho. Y se acuerda lo que lee, y lo piensa, y le gusta hablar de eso y provocar las opiniones de los otros con alegría y un poco de ironía. A veces nomás para que los otros y las otras hablen lo que piensan y, así, él aprenda de ese pensamiento y compruebe-aunque diga lo contrario-que la persona con la que debate tiene razón. Detalle: la chica de esta historia está por casarse. Faltan meses. El prometido, por supuesto, es un muchacho rico, alto, apuesto, de una inteligencia de brillante practicidad. Su único error es amar a esa mujer que es demasiado libre para el corazón sedentario de ese dulce y rudo muchacho rico. La pareja principal, a escondidas, se ve. Juntos leen y traducen poesía y, además, se leen y traducen a sí mismos. Hay una cosa que no separa la lengua del cuerpo cuando ellos se ven en esa piecita de una posada del siglo diecinueve, que es el siglo en que se sitúa la novela. La primera vez que hacen el amor sienten que “desde el primer temblor común los dos se dieron cuenta de que sí. De que sí porque sí”. Y el narrador (omnisciente, decimonónico pero actualísimo) pregunta “¿Qué vio Sophie de él? Nada, todo. Se fijó sin buscar. Hizo un centro de cualquier detalle”. Y sin dejar de mezclar la letra con el cuerpo, la palabra, la inteligencia, el gesto mental con la vida diaria, lo real con la idea, Neuman escribe “y a mí, contestó él, me gusta tu mancha. Odio esa mancha, dijo ella cubriéndose la pierna. Pero él insistió: Esa mancha te mejora, menos mal que la tienes”. “Cuanto más trabajaban juntos más se daban cuenta de lo parecidos que eran el amor y la traducción, entender a una persona y trasladar un texto, volver a decir un poema en una lengua distinta y ponerle palabras a lo que sentía el otro. Ambas misiones se presentaban tan felices como incompletas”. “Sophie descubrió que cuando hacía el amor con Hans tenía unas sensaciones similares a las que experimentaba traduciendo. Creía saber muy bien lo que quería decir, lo que deseaba. Pero después sus certezas empezaban a dispersarse y sólo le quedaban entusiastas, contradictorias intuiciones a las que se entregaba sin pensar en el resultado”. Como ética lectora y vital, celebro (junto con San Juan) que el verbo se haga carne. Cuidado con las mujeres y los hombres inteligentes. Los y las que poseen y se dejan poseer por el lenguaje, es decir, por el otro, es decir, por el lenguaje, es decir, decir es hacer. En una escena en la piecita de la posada, Hans y Sophie comentan “Lucinde”, la novela de Schegel que leen juntos. No así nosotros, escribe Schegel. Todo lo que amábamos antes, lo amamos más. El sentido del mundo se nos ha abierto. Ese fragmento han leído y “para mí esa versión es admirable-dice Hans- el amor no como huida sino como llegada al mundo, como forma de conocerlo. Eso quiere decir que una sociedad nueva empezaría por reinventar el amor”. Es una novela, la estoy leyendo todavía porque no es breve. Me voy a trabajar así es que dejo acá estas palabras. Sólo agrego que esta última escena me recordó a la idea de Lacan de que el amor (que desde Freud está obligado al breve espacio de las repeticiones) puede ser centro de una invención, y también me trajo a la mente aquel tango que se llama balada y habla de los locos que inventaron el amor mientras veían rodar una luna por Callao y se dejaban cantar por los astronautas.

Imagen: Max Ernst.